La voz

Él salió esa noche como un ocasional peregrino por un mero hotdog entre las calles de su abismal colonia; de pronto, una voz en su mente y corazón le rogaba una caridad que no podía negar. 

Se sintió dentro de un largo túnel, una dicotomía que desembocaba en cada una de sus salidas. De un lado un «sí» y del otro un «no», ir o huir. En un extremo del túnel estaba su cómodo regreso a casa y del otro estaban unos malandrines al final de la calle; aquellos eran conocidos rateros que se cargaban picahielos por armas y tenían cicatrices en sus rostros como insignias de sus audaces fechorías. 

Y la voz insistía,

—Ve y háblales.

Dió un paso hacia los pandilleros. Vigorosos pasos le siguieron, pero, en el camino, una pequeña piedra le hizo tropezar levemente y lo desanimó. La duda llegó y se dijo, «son solo mis ideas y emociones, no hay ninguna voz». Se imaginó su habitación que le esperaba al igual que el calor de su familia,

 —Tengo que pensar en ellos, —se dijo, queriendo convencerse— ¿Cómo vivirían si me pasara algo?

Pero aquella voz no solamente le habló, sino que le retorció el corazón, le incomodó y supo que tenía que hacerlo. No quería ignorar aquella voz como lo había hecho tantas veces.

Llegó con los tres tipos ociosos que se la pasaban bajo un poste de luz compartiendo un pequeño cigarrillo. 

—Buenas noches, muchachos.

Se le quedaron viendo, pues estaban sorprendidos que él se acercó a ellos.

Les dijo que Dios les ama y que Cristo murió por sus pecados, que Dios quiere que se arrepientan y que en él pueden encontrar verdadera paz. 

Los tipos fueron quebrantados desde su corazón, uno de ellos dejó unas lágrimas derramar. No sucedió esto porque era un excelente expositor ni porque los persuadió con su excelente exégesis teológica, sino porque fue la voz del espíritu de Dios conmoviendo sus corazones en el momento adecuado, así como lo hizo conmigo.