Clases híbridas

Se quitó las uñas largas, blancas, con textura rugosa como pintadas por corrector; ya no aguantaba —pero la presión de los directivos por traerlas. Para no perder la costumbre llegó de nuevo tarde, pero al fin ya estaba con el grupo. Aunque no estaba todo el grupo, solo unos cuantos que sí recibieron permiso de ir a clases con un virus acechando; aquellos grupos de alumnos diezmados por una pandemia, algunos se quedaron resguardados en sus casas pero perdidos detrás de aquella muralla del internet.

Teacher, Why so sweaty? Were you watching cops?! —gritó una alumna y seguido se escuchó una cadena de risitas.

La maestra no estaba segura si era Solei o Ledani; las voces de aquellas niñas escandalosas de los asientos traseros no se distinguían a veces; además de que no podía detectar los gestos detrás de esos cubrebocas que les quedaba particularmente más grande sus rostros, eran cubrebocas diseñados para adultos.

Mientras que al grupo lo calmaba, debía al mismo tiempo atender la computadora que descendió en un aterrizaje forzoso sobre el escritorio, entre ejercicios nunca calificados y manchas de aros trazados por tazas que derramaban café en un antaño libre de pandemia. Habían aproximadamente unos veinte mensajes de Murcio Pabalona entre los otros cientos de mensajes pendientes que debía de responder. Pero no, la maestra lo dejó para después, no podía atender a tantos; mejor atendió a los alumnos que estaban ahí, pues además ya había llegado tarde. Prendió la cámara y mejor dio una clase del to-be.

Maestra Lena —La puerta se azotó con una mano que traía una botella de gel antibacterial y en la otra una papeleta, era la coordinadora—, por favor atienda a los que están en virtual, así como a los presenciales con la misma atención. No deja de sonar el teléfono en la prefectura, atienda a esos alumnos en linea.

No se dio cuenta que su red había fallado y que nada se había transmitido ni grabado, y encima de eso, más mensajes estaban tapizando su buzón del correo.

El café estaba listo, tan negro y caneloso como siempre lo preparaban en la sala de maestros

Ya no puedo llegar en media piyama a la clase pero al menos este café es mejor que el de mi casa —dijo el profe Boris que terminó su expresión con una risotada que dejó salir mientras se dirigía a Lena. Mientras ella se reconciliaba con su propia bebida sin poder dejar de ahogarse en ella.

Esto es imposible, no se puede vivir en dos mundos, o lo uno o lo otro, o virtual o presencial, no puedo estar en ambos —irrumpió su silencio de su falsa lejanía—. Tal vez sería mejor clonarme.

Regresó a su bebida al darse cuenta de la fatalidad de su cuestión que no tenía solución.

—Haría cualquier cosa para ya no estar en este aprieto —se dijo a sí misma en voz baja.

Ninguno de los demás maestros se dio cuenta lo que Lena musitó pues discurrían y bromeaban acaloradamente, sacando la presión acumual del encierro. Todos alrededor de la mesa adornada con los cubrebocas que parecía puesto de tianguis. Los habían de todos los colores y marcas, unos de tela, otros con artificios orificios ventriculares, aquellos oficiales de marca, los de diez pesos de la tienda de abarrotes que parecían servilletas y el de colores psicodélicos comprado en Amazon, claro, el de Lena.

Después de haber barajeado la enseñanza en linea y presencial durante un largo día ya se encontraba en casa; el cebo del mal sabor de boca lo revolvía con su lengua, un sabor que había sido traido por aquel brevaje perverso de la escuela híbrida, pues sabía que al siguiente día ella debería repetir lo mismo de hoy para los que les toca hacer su visita a las instalaciones.

—Al menos no estará Ledani— se dijo, tratando de consolarse.

Se sentaba a la ventana, no para despedir al atardecer, sino para ella ser contemplada. Aquella era una vitrina en la que esperaba ser rescatada; esperaba ser vista por su único vecino una vez más. No hablaban salvo aquellos esporádicos saludos, buenos días y buenas noches, pero al menos sabía que se llamaba Dimitri —cual experta stalker y que tenía redes sociales que actualizaba cada venida de obispo. Nunca se atrevía a dejar un comentario, ni si quiera anónimo, pero quería hacerlo, era la savia que alimentaba sus fantasías de él y de ellos dos.

Ella solo supo de la existencia de Dimitri durante su trabajo en linea desde casa, pues Dimitri solo estaba cuando ella daba clases en las mañanas, o en su defecto llegaba ya muy noche, y verlo a través de su ventana mientras hacía sus paseos por los pasillos de la vecindad sería lo que más extrañaría cuando regresó a la escuela. Un sábado antes de regresar a clases, a las 12 de la noche con 12 minutos se quedó ahí, atrevida, con la luz encendida, no había luna o estrellas, solo su ventana como portal a una promesa, no había escapatoria, los ojos de él debieron de posar sobre ella. Pero no sucedió así, tal vez porque no esperó lo suficiente, solo una sacudida de cortinas en la casa contigua fue lo que recibió, pero ningún par de ojos. Hacía mucho tiempo que no coincidían, todo por culpa de ya no estar dando clases desde casa.

Estar en línea desde casa era la única solución para todos sus problemas, sabía que alguien debía convencer a los alumnos, a los maestros y al director que deberían de volver a clases en línea en casa; desde la seguridad de sus pantallas, y que olvidaran estos juegos de escuela híbrida mutante engendro del mal, grotesco y perverso.

Después de un amargo trago de aquella agua mineral con algún té para amortiguar el virus y la soledad, le vino a la mente una gran idea.

—¡Es terrible! ¡Es impensable! —se levantó de su asiento en un instante macabro de Eureka—. Nunca lo podría hacer, ¿Cómo podría? ¿Podría? ¿es posible?

Masticaba y saboreaba esas conjeturas lógicamente necesarias y propuesta como única solución para sus problemas: hipótesis de dulzura, teoría demencial, resultados infames.

—En ocasiones, hay algunos males que solo pueden ser erradicados por otros males equivalentes —se dijo a sí misma.

Y sin pensarlo más —resulta en sí misma—, tomó su mochila, el cubre bocas más genérico que tenía, lentes oscuros, un gorro que la cubría bastante bien sus trenzas. Cerrando la puerta tras de sí, hizo camino al hospital.

¿Tiene algún pariente que quiere visitar, señorita? —le dijo el guardia a las puertas del complejo de salud desde sus labios perdidos en su profuso bigote de peine.

Solo quiero información.. es para una clase, soy maestra... de biología—fue lo que le dijo sin saber lo que salía de su boca hasta que lo dijo. Sorprendentemente para ella, logró entrar, realmente no sabía qué haría ya que estuviera adentro, ni qué hacer entre esos pasillos iluminados por esa luz blanca cegadora. Preguntando por ahí supo que estaban los contagiados detrás de un vidrio reforzado, una puerta de plástico que de vez en cuando salían y entraban algunos doctores y enfermeros, que les permitía entrar solo con su tarjeta que era leída con un lector infrarojo, ojo de guardia electrónico. Sentada en una silla observando a los enfermos esperaba quién sabe qué pero no podía entrar más ni continuar con su plan, no tenía acceso, no sabía qué más hacer, solo esperaba a ver si se le ocurría algo más o tal vez un milagro que descienda del cielo o de donde venga.

Aquí podría ser el final de la historia porque esa pudo haber sido su oportunidad para cambiar de rumbo, para olvidarse de su plan tan malicioso y redimirse y salir corriendo de ahí, pero no, sino que se esforzó en su necedad: observó que salió una de las enfermeras desde las barreras, muy joven y algo robusta, pero fuerte lo suficiente para hacer su trabajo, con ojeras que ya no podía cargar ella sola, parecía que estaba apunto de desmayar, su semblante de alguno en las primeras etapas iniciales de alguna condición zombie. Empujaba con la última gota de su fuerza un gran contenedor con las prendas o trapos que seguramente fueron expuestos a los enfermeros. La mujer estaba apunto de desmayar y dejó el contender frente a Lena, necesitaba atender algún asunto de un cuarto y dejó desatendido el carrito empujable. Esto era la definición de serendipia desenlazándose frente a sus ojos (o mejor conocida como suerte de perro) pues se alejó la enfermera y la cara de Lena se hizo pálida como de fantasma o al menos así lo sintió pues su sangre se le iba hasta los pies y olvidó respirar durante todo ese rato: era su única oportunidad para agarrar algo de los contagiados. Abrió la mochila, agarró alguna prenda sucia por quién sabe qué sustancia corporal que mejor no quería imaginar de donde venía, en ese momento se dio cuenta que había olvidado llevar guantes o al menos una bolsa de plástico para no ensuciarse, no pensó en eso, pero abandonó su propia seguridad y decidió ir por la prenda, no sabía si usar ambas manos o solo una, y justo cuando habría de posar su mano sobre la prenda, su celular sonó, 

¿Bueno? ¿Maestra Lena? Soy la mamá de Murcio, no le ha contestado desde hace 4 días sus mensajes, tiene muchas dudas ¿le podría ayudar por favor?—mientras la escuchaba quedó paralizada, y avisada por el mismo timbre la enfermera retomó su puesto tras el contenedor de ropa y se puso entre Lena y el contenedor

Con permiso, solo me quedan doce horas más—dijo tal vez mejor para sí misma. El guardia estaba ahí esperándola con los brazos cruzados y listo para escoltarla a la salida.

Se fue con la mochila vacía, se fue y pronto descartaría sus esperanzas de realizar su plan maestro, y decidió ir al Walmart por algo, al menos para aprovechar la salida. Pensaba que todo esto fue con un propósito y entregó su alma al destino, aceptándolo con casta gratitud y contentamiento. Había fila para entrar. Delante de Lena había un hombre que volteó a verla, y ella lo ignoró. Era una fila muy larga para entrar a la tienda, el filtro sanitario ya había sido aceptado ni nadie se quejaba. De repente el hombre de enfrente estornudó y se limpió la nariz después de sonársela de la manera más violenta con un papel que sin pensarlo lo aventó al lado de la acera después de usarlo. "¡Qué marrano!" exclamó para sí misma en su mente, entre otras maldiciones. Llegaron al filtro, y parecía que no quería avanzar más, atorado por un buen rato con el hombre de enfrente, el cual discutía con la persona de la tienda y ambos elevaban más y más la voz como efecto retroalimentativo

Señor, que no puede entrar, no tiene cubrebocas y su temperatura es de 39º, no puede entrar.

¡Que sí voy a entrar, está en mi derecho!—exclamó convencido. Pronto un guardia llegó para disipar el alboroto. 

¡Qué gente tan inconsciente! Deberían de encerrarlos—le dijo una señora a Lena.

Ya sé, ¿Qué les pasa? Nos arriesgan a todos.

Como alma en pena recorría lentamente los pasillos largos sin saber qué comprar, pero pronto adornó su canasta como por compromiso: unas frutas, un yogurt y pastillas antiácidas. Luego se topó delante de ella con una montaña bien acomodada de cajas de pañuelos de papel: una estructura bella que algún empleado cual arquitecto erigió planeando, con la pericia de un ingeniero civil sus pesos para distribuirlo sabiamente en una estructura piramidal; de la cual seguramente estuvo muy orgulloso y así poder entablar una plática no monótona con su mujer; pero frente Lena había algo más grande, una idea, una realización profunda: el pañuelo que había dejado el hombre en la acera, ahí seguía y seguía contaminado. Compró además de lo que ya llevaba guantes de látex y una bolsa de riesgo biológico; con lo cual se adentró a la oscuridad, justamente en el lugar en donde estaba la fila, a lo lejos pudo divisarlo, ahí seguía como un lánguido cadáver, yacía postrado, blanco, inocente, ingenuo, lleno de su pus mortal, aquel pedazo de papel que tiró el hombre. Lo agarró con el mejor cuidado y se fue sintiéndose satisfecha de la suerte que tenía.

Al siguiente día, llegó temprano a la sala de maestros y una vez más no sabía qué proseguía en su plan; no sabía que hacer con el arma que se encontraba en su mochila. Y de repente vino la señora que hacía la limpieza lista para tener libre de virus el lugar y con ella también le llegó la sabiduría terrenal, malévola, enfermiza

No se moleste, doña Matilde, yo me encargo de limpiar la mesa y el lugar, hay que ser de los que suman—le dijo Lena a la señora que haría la sanitización del pequeño lugar, cerrado, sin ventilación. 

¡Ay, mija! gracias por echarme la mano, quisiera que todas las maestras fueran como tú... ay, si te contara...—y sin más le dejó el lugar para ella sola. Con su guante de látex acomodado en su mano, cuidadosamente recorrió la mesa con el inocuo papel, simulando que lo limpiaba, recorrió también la manija de la jarra del café, al igual que la chapa de la puerta entre otras superficies que ella pensó que serían tocadas por los maestros. Mientras recorría su papel, recorría en su mente también su lógica y su plan recién estructurado que se repetía una y otra vez: "Ellos serián los que entrarián en contacto con el resto de la escuela, este lugar sería el epicentro del contagio, pronto se distribuirá por todas partes, pronto estaré con Dimitri al fin... el Dimi, mi Dimi...".

Lena, te llaman en la recepción, que vayas pronto—al oírlo, Lena se espantó y se conmocionó, era Boris con una seriedad que no lo caracterizaba

Gracias, ya voy—le dijo con voz baja y con la cabeza mirando hacia el suelo, "¿Me habrán visto? ¿Sirven esas cámaras de vigilancia? ¿lo habrán notado de donde saqué el papel para limpiar?" trataba de encontrar respuestas al bajar esas escaleras diminutas, tal vez unos minutos que en su mente se dilataron para convertirse en horas.

Maestra, allá fuera está una mamá con su hijo, quiere hablar con usted—un respiro de alivio emitió que bien pudo haber provocado que se llenara de bao el vidrio que separaba a la maestra de la secretaria si no fuera por el colorido cubrebocas, afuera estaba el niño sobre el cual su lomo portaba una mochila enorme a la pipila, era Murcio, había olvidado que habría de platicara a fondo con él y su mamá sobre su atraso.

Se sentó detrás de su escritorio, quería subir sus piernas sobre este y recargarse sobre su asiento, triunfante, (quería hacerlo pero lo hizo en su imaginación, siempre había querido hacerlo, pero nunca se atrevería) mientras veía a los alumnos terminar un trabajo en el aula y en la plataforma virtual. Miró su reloj, "en cualquier momento...", se imaginaba que pronto sonaría una alarma en la que se detectaría al primer contagiado, y luego, uno tras otro, mientras que los conserjes saldrían con sus trajes blancos de cuerpo completo de alto riesgo, con casco y todo (como astronautas), guiando a los alumnos a las salidas más cercanas, sería el fin de todo esto, el fin de esta atrocidad híbrida. Sí, sonó una alarma, pero era el timbre del cambio de clase. Miró a su alrededor y todo estaba en paz. Fue a la siguiente clase y a la siguiente clase, y a la siguiente; todo sucedió tan normal como se esperaría que fuera la escuela con su nueva normalidad. Sonó el último timbre de salida, se despidió de sus compañeros no sin antes mirar la sala de maestros una última vez, ahí estaban todos riéndose, suponía que lo hacían, sus ceños fruncidos, aquellos ojos de risas los delataban, al fin estaban juntos después de un largo encierro y no se querían ir.

Supuso que habría de esperar unas horas más, llegó a su auto y se encerró, "tal vez el virus del pañuelo se disipó", se dijo a sí misma mientras jugaba con sus llaves, "tal vez la temperatura alta de agosto lo mató", lo cual para ella la absolvía de toda culpa, cualquiera que fuera el efecto de sus acciones lo estaba aceptando una vez más. Se quedó ahí otro momento, como esperando que pasara algo, uno tras otro, alumnos y maestros pasaban por la banqueta y los miraba, de algunos se despidió de varios de ellos con sus sonrisas escondidas pero sinceras mientras ella continuaba con su examen de conciencia. Al sentir que cumplió con sus ruminaciones, que este capitulo estaba por terminar y que no pasaba nada, ella puso la llave en la ignición pero en vez de encender el carro ella empezó a estornudar, una, dos, tres y otras tres veces más; sintió un frió mortal recorrer su espalda, y una nube de polvo sumergió su carro rodeándolo completo, y mirando el espejo retrovisor aparecían sus propios ojos escarlatas.




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